miércoles, 23 de abril de 2008

Desierto


De pie, delante de aquel desierto, rompió a gimotear. Ni siquiera quedaban fuerzas para derramar lágrimas, y es que a duras penas su pecho convulsionaba en aquellos ínfimos gemidos que sólo él era capaz de escuchar. Superponer aquella enorme extensión de soledad sobre el mar que habitaba en sus recuerdos había empujado su alma hasta los pies, fundiéndola en aquella sombra quieta, muerta, en que había condensado todas y cada una de sus esperanzas.

Hubo un tiempo en que pudo haber sido pez, vestir su piel de escamas y flotar sobre las profundidades del mar. Y decidió ser ángel, surcar los cielos dónde todo parece mucho más liviano, más imprevisible. Y nunca supo llevar el peso de sus alas, nunca aprendió a respirar como respiran las nubes. Sencillamente porque sus venas eran sal y jamás perdió tiempo en dedicarles un minuto de reflexión.
Dicen que los ángeles son felices, que tienen contacto directo con Dios. No es cierto. Los hombres no necesitan a Dios, tan sólo caricias. Pudo ser pez, llenar sus manos de caricias... y decidió ser ángel, alejarse de ellas.
Un beso de sirena lo cambia todo, y él no era una excepción. Su mirada, su sonrisa, y ese gusto dulce que te deja en los labios. Porque lo que no se cuenta en los cuentos es que los besos de sirena saben a azúcar, igual que sus lágrimas. Lágrimas de azúcar en un mar de sal... es lo que tienen las sirenas.
Había negado su sueño demasiadas veces, y cada vez que decía que no desde lo alto, una ola escapaba del mar hacia la orilla para no volver jamás. Y así, ola a ola el mar se había ido vaciando, olas y olas de negativas. Y el mar cada vez más seco.
Jamás supo soportar el peso de sus alas, esto ya lo he contado. Uno de esos dias en que las nubes te saben raras (las nubes suelen tener gusto a fresa y horchata) descubrió el porqué. Quería ser pez, echaba de menos el mar. Un rayo había rozado sus muñecas y al calmar su escozor con los labios lo había comprendido todo. Sus venas eran sal, lo descubrió en ese minuto de reflexión.
Colgó sus alas en lo alto de una montaña y comenzó a descender, soñando con ese enorme mar que había de ser su nuevo hogar. Y al doblar la esquina de la tercera duna descubrió que el mar no era más que desierto. Y rompió a gimotear, ni siquiera le quedaban fuerzas para soltar lágrimas. Y aquellos gimoteos resbalaban verdad abajo hasta sus pies, humedeciendo la tierra en la que había quedado plantado, dibujando una sombra quieta, muerta, en la que derramaba todas y cada una de sus esperanzas.

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