lunes, 26 de enero de 2009

La vieja Lola


La vieja Lola es vieja y se llama Lola, un nombre común como otro cualquiera, un nombre corto, como sus pies, un nombre vulgar, como sus manos, un nombre de fácil rima en lo que es su vida. La vieja Lola vive sola, sola con sus tres gatos, dos machos y una hembra. La vieja Lola los adora, les da de comer olivas con hueso y les avisa que tengan cuidado con estos. A ella le duelen todo el día.. los huesos digo.
Lola vive en un piso en el que hace frío en invierno y calor en verano. No tiene estufas, ni ventiladores, tan sólo un abanico que compró en un mercadillo un día de lluvia en que fué a comprar un paraguas y acabó volviendo a casa con un abanico. El poco dinero que le quedaba invertido en descubrir que los abanicos no protegen de la lluvia. Ahora, cuando el calor aprieta, la vieja Lola sacude su abanico cara arriba y cara abajo tratando de refrescar sus pies.. y cuando hace frio lo sacude cara abajo y cara arriba tratando de espantar el gélido frío que se condensa en la punta de su nariz y acaba por caer sobre su delantal.
La vieja Lola estuvo enamorada una vez. No es una frase tópica, la vieja Lola sólo se enamoró una vez, y como todo amor único fue un amor imposible. Él salió un día a buscar tabaco y se enamoró de la estanquera. Los dos murieron de cáncer hará cosa de seis años, Lola fue al entierro. Todos la miraban extrañados, incluso los que pudieron haber sido sus hijos. Una vieja chiflada con tres gatos, uno en cada hombro y el tercero sobre el cogote, llorando como si le hubieran quitado los sueños. Y es que a Lola le quedaba un sueño, el que enterró ese día. Ahora, en sus ratos libres, que son todos, Lola da un paseo hasta el cementerio a verlos. Tiene envidia de la lápida de ella, Lola siempre quiso haber sido esa lápida.
La vieja Lola come lo justo cuando tiene hambre y bebe lo justo para olvidarse del mundo. Se hace difícil verla caminar recto, sin tener que pedir ayuda a las paredes que encierran su pequeño mundo. Su calle, como cualquier calle, es larga, sucia e interminable cuando hay que volver a casa y darse cuenta que nadie te espera.
La vieja Lola tiene un mechón de pelo negro como el carbón. En algún momento en su vida Lola debió ser joven hasta que el color de su pelo decidió huir de aquella vida. Sus ojos como el mar, siempre húmedos, son de color oliva. Un día uno de sus hambrientos gatos los confundió y comenzó a lamerlos. Lola creyó que el gato la amaba, pero no le digais la verdad si la veis abrazada a ese gato, yo no lo he hecho.
Conocí a Lola una noche en que me perdí tratando de encontrar el camino más corto hacia la Luna. Lola me recogió y me enseño la escalera que va directa a ella. Lola es así de extraña, conoce a gente que otros no podremos conocer nunca. Porque ya nadie dice hola a nadie cuando se cruza por la calle... nadie excepto Lola. Me contaba que conoció a Luna una noche tal cual como aquella en que se dio cuenta que alguien la miraba. Y al levantar su dolorido cuello allí estaba Luna, espiando con ese gran ojo. Enseguida se hicieron amigas. Si te fijas bien, Luna también tiene un mechón color noche a la altura de su flequillo, antes que la juventud decidiera salir huyendo de tanto silencio.
La vieja Lola me recuerda a alguien, no dejo de pensar en ello.
La vieja Lola,, mi viejita Lola. Decidí adoptarla. Ahora duerme acurrucada dentro de mis pensamientos. Alguna vez paso a visitarla, cuando olvido quien fui o quien soy. Suele estar destapada y hecha un ovillo. Entonces cojo un abrazo y la tapo suavemente con él. Y me mira.. y sonríe... Y al ver sus ojos.. aquellos ojos, no puedo resistir la tentación y le lamo la cara, buscando encontrar el amargo sabor de una vieja oliva.



lunes, 3 de noviembre de 2008

En silencio


Hola. ¿Sabes quién soy? ¿Te conozco? ¿Me conoces? No sé porqué te pregunto estas cosas. En realidad para tí no necesito realizar ningún tipo de presentación. ¿No me contestas? Da igual, también conozco tu silencio. Recuerdo el día en el que vi por primera vez la luz a través de tus ojos. Mientras todavía vivía en silencio, tú ya me gritabas. Nunca he temido tus gritos. Tú, sin embargo, siempre has odiado que te grite callando. De modo que desde que nací conozco lo que es tu horror por mi silencio y mi existencia gracias al horror de tu
s gritos. ¿Callas? No importa...te conozco tanto... Aún no sabiendo cómo llegar hasta tí sabía que pasara lo que pasara te encontraria. ¿Cómo dices?... Si, es cierto. Te encontré porqué me llamabas. Pero... ¿y cuándo no lo hacías? ¿Cuando no me llamabas? Entonces fué cuando empecé a balbucear mis primeras calladas palabras. Tardé semanas en conseguir pronunciar tu nombre... cuando no me llamabas. Tu nombre iba surgiendo de mí adoptando diferentes formas -figuras de letras sonoras con un único sonido: el de ser letras mudas..-. cuando no me llamabas. ¿Callas?, me decía ¿Cómo es posible? A medida que pasaba el tiempo el sonido de tu nombre en mi boca sellada iba provocando una llaga de afonía en mi garganta. A medida que pasaba el tiempo, el sonido de tu nombre en mi boca callada iba provocando en mí una única respuesta tuya a mi llamada. Desde ese momento conozco tu silencio.






















Desde que nací, crees tener la seguridad de que siempre voy contigo porque tu mano llevo en la mía. Un día, tu mano se separa y desde entonces ya no me gritas. Crees que me has perdido. Me buscas en silencio. ¡Me odias! ¿Te das cuenta? Me odias porque no te llamo cuando más lo necesitas. Crees que te he abandonado. Me buscas. En silencio. No me gritas porque no sabes que en tí estoy todavía. Desesperadamente chillo tu nombre callando. Algo responde: -Sí, soy el silencio, ¿qué quieres? Pero todavía no sé hablar muy bien. Chillo tu nombre callando. Tu silencio me escucha. Tú no me oyes. Crees que te he abandonado. El eco de tu nombre en mi boca callada baila, canta y se retoza en el silencio de tu búsqueda y... callas porque todavía no entiendes. Para tí el silencio sólo puede ser silencio. No puedes imaginar que en él esté mi grito y que en él esté tu canción de esperanza. Si... es cierto. Te encontré porque me llamabas. Pero...¿y cuando no lo hacías?... Cuando no me llamabas.

Hola. ¿Me conoces? Vivo en tí, no contigo. Vivo en tus manos, no con tus lmanos. Vivo en tus ojos, no con tus ojos. Encontrar la manera de que me encontraras, encontrar la manera de que te encontraras...era lo mismo. Poco a poco tu silencio fue convirtiéndose en algo ensordecedor, al mismo tiempo que fue convirtiéndose en mi único guía. Lo que me enseñó tu silencio fue lo que me ayudó a encontrarte: el lenguaje de los sentimientos. Sentimientos. ¡Qué gran palabra aprendí y cuánto tiempo tuvo que estar en cautiverio callada!

Luego, otro día, tu silencio me llama y me dice: ¡Oye! ¿Te suena el nombre de Agonía? ¿No? Pues quiere hablar contigo. ¡Una situación comprometida! ¿Desde cuando te conozco? ¿Cuando tu silencio empieza a ser mi compañía? No sé. No puedo recordarlo. Ese día, callas todavía. Crees que te he abandonado. Estoy en tí hablando con tu silencio cuando ...¡de pronto!, recibes una visita. Es Agonía. Todavía no puedo verla. Sé que es ella. El silencio tiembla. Por primera vez desde que callaste me gritas. Corro a buscarte y no encuentro tu grito. También, por primera vez, chillo: ¡Silencio, vete! ¡Vete, por favor que no escucho ni sus latidos!

Al cabo de mucho rato siento que todo en tí está cansado, que todo en tí se convierte: tus sentimientos son un laberinto. Agonía viene pisándome los talones. Me sigues llamando. El eco de tu voz me transforma. Me hablas. Todo en tí sabe a ella. ¡Si tú supieras hace cuánto tiempo sé de su existencia! Me hablas de ella. Tu silencio se ha ido. Todavía no la he visto y ya sé cómo mira, todavía no sé cómo es y ya siento cómo respira. Sé que tienes frío porque tiemblas. Falta poco. Todo está húmedo. Todavía no la he visto y ya moja la fuerza de su mirada. Agonía está frente a mí. Lloras... y escucho tus sollozos.


miércoles, 23 de abril de 2008

Desierto


De pie, delante de aquel desierto, rompió a gimotear. Ni siquiera quedaban fuerzas para derramar lágrimas, y es que a duras penas su pecho convulsionaba en aquellos ínfimos gemidos que sólo él era capaz de escuchar. Superponer aquella enorme extensión de soledad sobre el mar que habitaba en sus recuerdos había empujado su alma hasta los pies, fundiéndola en aquella sombra quieta, muerta, en que había condensado todas y cada una de sus esperanzas.

Hubo un tiempo en que pudo haber sido pez, vestir su piel de escamas y flotar sobre las profundidades del mar. Y decidió ser ángel, surcar los cielos dónde todo parece mucho más liviano, más imprevisible. Y nunca supo llevar el peso de sus alas, nunca aprendió a respirar como respiran las nubes. Sencillamente porque sus venas eran sal y jamás perdió tiempo en dedicarles un minuto de reflexión.
Dicen que los ángeles son felices, que tienen contacto directo con Dios. No es cierto. Los hombres no necesitan a Dios, tan sólo caricias. Pudo ser pez, llenar sus manos de caricias... y decidió ser ángel, alejarse de ellas.
Un beso de sirena lo cambia todo, y él no era una excepción. Su mirada, su sonrisa, y ese gusto dulce que te deja en los labios. Porque lo que no se cuenta en los cuentos es que los besos de sirena saben a azúcar, igual que sus lágrimas. Lágrimas de azúcar en un mar de sal... es lo que tienen las sirenas.
Había negado su sueño demasiadas veces, y cada vez que decía que no desde lo alto, una ola escapaba del mar hacia la orilla para no volver jamás. Y así, ola a ola el mar se había ido vaciando, olas y olas de negativas. Y el mar cada vez más seco.
Jamás supo soportar el peso de sus alas, esto ya lo he contado. Uno de esos dias en que las nubes te saben raras (las nubes suelen tener gusto a fresa y horchata) descubrió el porqué. Quería ser pez, echaba de menos el mar. Un rayo había rozado sus muñecas y al calmar su escozor con los labios lo había comprendido todo. Sus venas eran sal, lo descubrió en ese minuto de reflexión.
Colgó sus alas en lo alto de una montaña y comenzó a descender, soñando con ese enorme mar que había de ser su nuevo hogar. Y al doblar la esquina de la tercera duna descubrió que el mar no era más que desierto. Y rompió a gimotear, ni siquiera le quedaban fuerzas para soltar lágrimas. Y aquellos gimoteos resbalaban verdad abajo hasta sus pies, humedeciendo la tierra en la que había quedado plantado, dibujando una sombra quieta, muerta, en la que derramaba todas y cada una de sus esperanzas.